Day-to-day
“Yet we want to return to the place we love.
And if God lets us live, we’ll return to eat
corn-on-the-cob fresh from the field,
if we are given the chance…”
Salvadoran refugee, April 1986
And of course,
despite the bloodshed,
life went on
tying its laces.
Having to live, by any means.
To keep pushing forward
despite the missing.
To feed the family
without a father,
to rebuild the house,
to grind the corn
to barely eat,
to keep pushing forward
despite the heavy
load of our dead.
Having to make do
to get by.
To borrow things
to fill baskets
to start selling.
Because food
and clothes
were lacking at home.
Having to work any which way –
washing cars, selling knives,
packing crates, checking tickets,
learning skills, laying bricks,
building houses with sweat
and no training
and much resolve.
Or else
robbing cars,
looting stores,
jumping buses,
mugging passengers,
stealing and selling
fire-damaged things,
when there was no alternative.
And the smuggled goods,
the smuggling
that no one considered wrong –
the streets brimming with so many items,
everything was for sale:
foreign cigarettes, three cents a pack,
watches, glasses, picture frames, wallets,
cassette tapes, belts, shoes, trousers,
mounds of material
and cheap clothing,
store food and fresh food,
medicine and make-up,
earrings, necklaces, stockings,
imported fruit.
In the centre
everywhere turned marketplace
under the crush
of those who fell with nothing.
With nothing
those who knocked
at the archbishop’s door.
With nothing those in the shelters
of Calle Real and San José de la Montaña.
With nothing the refugees in Honduras
and those who resettled
in Tenancingo, in Guarjila,
in so many new places.
With nothing because they left or lost everything fleeing.
With nothing the deported returned,
caught out by the border patrol
clutching their one change of clothes.
With nothing they made it
to the border,
running untold risks
to reach the land
that pays in dollars.
With nothing more
than the dream
to earn enough
to send some back
to those who stayed
enduring the small country.
Which is why, for all of us,
the everyday small things –
bread, water, light, air,
joy despite the death –
turned out to be so vital.
Which is why, for all of us,
the fact of being alive
took on new meaning.
Fear, distress, scarcity,
seeing death so close,
touching death,
propelled us towards life
with the hunger
of a shipwreck survivor reaching land.
With the anger of
survivors who grasp little
but who sense the war –
with its dead, missing,
malnourished,
its lost little things –
stripped us of something irrevocable,
we’re not sure what
but it grieves us too.
Something good, something beautiful
tangled up in unpleasant days
that won’t be coming back.
Something we believed in,
something we loved.
Perhaps the simple life
of someone who finally woke
between bullets and tears
shattered
to see their own reflection.
To see ourselves
in the wide-angle lens
of so many reporters,
or reflected in the TV screens
of those who became the news,
has given us forever
faces shot through with horror
even when we smile.
◆
Lo cotidiano
“…Pero uno quisiera volver a su lugar.
Le pone amor. Y si Dios nos presta vida iremos
y nos comeremos un elote fresco de la milpa,
si da lugar a hacer…”
Testimonio de un refugiado salvadoreño. Abril de 1986
Y sin embargo,
a pesar de la sangre,
la vida continuó
anudando sus lazos.
Había que vivir, de cualquier modo.
Que seguir adelante
a pesar de la ausencia.
Que alimentar a los nietos sin padre,
que criar a tanto hijo,
que reconstruir la casa,
que moler el maíz
para comer apenas,
que seguir adelante
a pesar del enorme
peso de nuestros muertos…
Había que arreglárselas
para ir pasando.
Conseguir un canasto,
pedir prestado
e iniciar una venta.
Porque en la casa
había bocas que alimentar
y cuerpos que vestir.
Y emplearse en lo que fuera:
Lavar carros, aprender
un oficio, vender cuchillos y tijeras,
cargar bultos,
cobrar en los buses,
ser albañil sin saber, levantar casas con sudores
y mucha voluntad…
…Y también
robar en los buses,
asaltar por todos los mercados,
desvalijar carros,
aprovechar incendios
para saquear y vender
lo rescatado,
cuando no había de otra…
y el contrabando,
el contrabando
que para nadie era pecado:
las calles se llenaron de ventas incontables,
donde todo se hallaba:
cigarros extranjeros a tres pesos cajetilla,
lentes, relojes, cuadros enmarcados,
carteras, cinchos, zapatos,
pantalones, cassettes,
volcanes de retazos
o de ropa barata,
revueltos con puestos de comida,
de fresco, de medicinas y cosméticos,
de aritos, y collares, y medias,
y de fruta importada.
El centro todo
se convirtió en mercado
ante el empuje violento
de los que cayeron sin nada.
Sin nada venían también
los que llegaron a tocar las puertas
del Arzobispado.
Sin nada los del refugio de San José de la Montaña
y los de Calle Real.
Sin nada los refugiados en Honduras
y los repobladores
de Tenancingo, de Guarjila,
de tantos sitios nuevos.
Sin nada porque al huir lo abandonaron o lo perdieron todo.
Sin nada regresaban también
los deportados,
a quienes les cayó la migra en el trabajo
y tuvieron que estar
detenidos con una sola muda.
Sin nada habían llegado,
corriendo mil peligros
por pasar la frontera,
para alcanzar la tierra
donde se paga en dólares.
Sin nada más que el sueño
de ganar suficiente
para mandarles algo
a los que se quedaron
sufriendo el paisito.
Por eso, para todos
estas pequeñas cosas que nos llenan la vida:
el pan, la luz, el aire,
el agua, la alegría
a pesar de la muerte,
se han hecho tan vitales.
Por eso, para todos
el hecho de vivir
cobra nuevo sentido.
Las carencias, el miedo, la angustia,
el ver pasar la muerte tan cerca,
el haberla tocado,
nos lanza hacia la vida
con avidez de náufrago,
con la sed del perdido en el desierto.
Con la terrible ira
de los sobrevivientes
que no comprenden nada,
pero que oscuramente intuyen que la guerra
junto con las cositas perdidas,
con los difuntos, los ausentes
y el sustento completo
también nos ha robado
algo irrecuperable que no sabemos qué es,
pero que igual nos duele.
Algo precioso y bueno
que se enredó en los días
amargos y no vuelve.
Algo de lo que amábamos
y algo en lo que creímos.
Tal vez sea la inocencia
de un pueblo fatigado,
que entre bombas y llantos
despertó finalmente
para darse de bruces
contra su propia imagen.
Y el vernos reflejados
en los lentes abiertos de tanto periodista,
el vernos en los ojos
de los televidentes
para los que pasamos a ser
parte de las noticias,
nos dejó para siempre
esta cara de espanto congelada en el rostro,
esta mueca mortal
aún en la sonrisa.